Al interior mismo de la Metafísica, como una forma particular ejercida a través de la historia o como una subdivisión, está la Ontología. Ésta aborda las sustancias o esencias, es decir, estudia la realidad en tanto que ente. La Ontología estudia el ser de las cosas, y dado que el ser es una característica común y no jerarquizable, todas las cosas son igualmente entes ante la Ontología. El ser de Dios y el ser de una mota de polvo son el mismo ser y, por ende, el mismo valor en tanto que entes que son.
Mas no se trata de buscar en el ser de cada ente sus características que lo vuelvan único (esto sería un acercamiento óntico y no ontológico), sino de abordar al ser mismo y a sus determinaciones necesarias. Cada ente participa de éstas determinaciones en igual forma, por lo que al ver un avión de papel surcar el aire o al ver una aparición celestial (así como doña María vio un ángel que le llevaba un mensaje) se está en presencia del ser en exactamente la misma manera: el avión de papel participa del ser de igual forma que el mensajero celestial. Ambos son de la misma forma. Ese elemento en común lo aborda la ontología, mientras que las diferencias de esos entes son cuestiones ónticas.
Olvidemos si el árbol es un manzano o es un roble, solo es; olvidemos si el estudiante es holgazán o es ñoño, solo es; olvidemos si los políticos son estúpidos, son oportunistas o son corruptos, solo (lamentablemente) son. Pues bien, una vez que hemos borrado provisionalmente todas las características no necesarias de la realidad (la “manzanitud”, la holgazanería o el oportunismo) y dejamos únicamente su ser, podemos entrar en materia. ¿Pero qué queda? ¿Cómo son esos entes sin determinación alguna salvo el hecho de que son? Ahí hay una primera cuestión para la ontología. Una segunda cuestión sería qué diferencia hay en el ser de un objeto que puedo manipular (digamos un iPod) y un objeto inasible (digamos el número ocho). Ambos son. Lo concreto, resulta que no es más que lo abstracto. Los papeles que llamamos billetes no son más que el valor que llamamos justicia. Y sin embargo, esta igualdad ontológica resulta inexistente en el mundo de los profanos. Para éstos, lo concreto y material será siempre más valioso y, quizá, lo único. Y esto es porque su único criterio para distinguir entre lo concreto y lo abstracto es la sensorialidad (y no la razón). Resulta, pues, que la igualdad ontológica nos hace más humanos (o digamos, más racionales), mientras que la diferenciación nos acerca a la animalidad (seres sensoriales sumidos en la bestialidad).
Aquello que es, aquello que comúnmente asumimos que está ahí, es más bien un constructo sociocultural, producto del lenguaje, de la tradición y, sobre todo, del sentido común. Un sentido común que agrupa nuestros otros cinco sentidos. Al ver el objeto en que nos sentamos, le llamamos silla; al oler un pañal usado, le llamaos hedor; al oír balaceras y sirenas (no las homéricas), le llamamos México; pero todo esto, al menos hasta donde la ciencia nos permite saber, es energía. Porque más allá de energía y vacío, no hay más. La silla está hecha de átomos y éstos de energía. Y así con todo lo demás. Una visión superficial y cómoda de la realidad nos la define y cataloga, mientras que una visión profunda de aquélla, la vuelve problemática y oculta. Imagina cómo se ve el pobre diablo que busca Lacoste, Dolce and Gabbana, Ferrari o Bentley. No son más que esclavos del determinismo sociocultural, al estilo de aquellos perros pavlovianos.
Otra cuestión abordada por la ontología es la de el ser de los universales. Puedes convivir con tu amigo Juan o con tu amigo José; puedes ser mordido por el perro del vecino y digamos que su nombre es Cánfulo; puedes chismear con tu amiga María; puedes ponchar el neumático de tu coche. Pero todos estos entes (Juan, Cánfulo, María, tu neumático y tu coche) son particulares y pertenecen a categorías universales (hombre, perro, mujer, neumático y coche). En términos rigurosos estas categorías, que llamamos universales, también son, y aunque nunca en la vida hemos visto a “el hombre” o a “la mujer” o a “el perro” estos también son entes. ¿Cuál es la diferencia ontológica entre el ser que participa de un universal y el universal mismo? ¿Cuál es la diferencia entre Cánfulo que siempre anda mordiendo a quien se deja y el universal perro? Más aún, ¿cuántas veces al día, en nuestras conversaciones corrientes, nos referimos a un universal? La realidad de estos seres es ineludible, pero la peculiaridad (si es que la tiene) de su ser es cuestión aparte.
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