jueves, 24 de febrero de 2011

La Crisis de la Modernidad

El movimiento ilustrado fue un esfuerzo común acaecido en Europa Occidental, y con especial énfasis en Francia, durante el siglo XVIII, con el objetivo central de establecer a la razón como guía máxima de los actos del ser humano. Movimiento que hereda, por una parte, aquel antropocentrismo propio del humanismo del siglo XV. Fue el inicio de una secularización que terminó por radicalizarse en el siglo de las luces, prescindiendo del todo de aquel teocentrismo medieval. Por otra parte, también tiene como legado una férrea confianza en las posibilidades del sujeto por comprender y transformar el mundo. Desde la filosofía de Descartes, con su cogito ergo sum (el hombre y su razón como centro del mundo), hasta la Revolución Científica que mostró las posibilidades racionales del hombre, los ilustrados tenían un claro y reciente bagaje histórico como para sustentar sus expectativas. También plasma de forma original y novedosa una tendencia a universalizar principios, a crear igualdades: es la proclamación respecto al ser humano y su capacidad racional. Una igualdad que se independiza de Dios, la religión y la metafísica escolástica. Proyectó también una idea de progreso concebido como lineal que se hará más patente en tanto que la razón se adecúe de manera más precisa a la realidad y por ello era condición sine qua non la eliminación de la superstición fanática: ésta sólo nubla la percepción racional de la realidad. En palabras de Kant: “Ilustración es la salida del hombre de su propia minoría de edad, que mantenía por culpa propia”. (Citado en Amengual, 1998:160). En última instancia, al salir de su minoría de edad, al atreverse a saber, el hombre alcanzaría la felicidad. La Ilustración, pues, fue un impulso lleno de optimismo en la razón humana.


Evaluando las promesas del movimiento ilustrado, bien podemos hacer un doble análisis en términos dialécticos: la afirmación de sus postulados y promesas y su consecuente negación. Para ello retomo las cuatro notas características ya mencionadas: el antropocentrismo secular, la razón del sujeto como individualidad, el ser humano y sus derechos y la idea de progreso como visión histórica. Tras la Revolución Francesa el antropocentrismo de tono secular permitió el nacimiento del Estado laico, con la cual la religión quedó limitada al ámbito de la intimidad del sujeto. Aunque fue un proceso que implicó conflictos y desavenencias, la instauración de dicho Estado evidenciaba sus virtudes: la universalización de principios racionales aplicados a la ciencia política más allá de culturas y credos. Esta noción, a fin de cuentas, era un producto del enaltecimiento de la razón del hombre, razón que con Descartes adquiere un rol central. Aunque Bacon ya había mostrado las virtudes de la razón, fue el francés quien construyó un sistema fundamentado en la razón como punto de partida absoluto. Su duda metódica no dejaba lugar más que a la razón propia del sujeto. Dios se convertía, como petición de principio, en un respaldo de dicha visión. En la culminación misma de la Ilustración, Immanuel Kant reconstruye y fortalece esta perspectiva centrada en la razón del sujeto con el fin de ahuyentar los fantasmas del escepticismo que Hume, principalmente, había traído a colación. La visión que se tenía del ser humano, aquella visión de ciudadanos del mundo o cosmopolitas, siguiendo a Kant, fomentó una visión incluyente, tratando de expandir la buena nueva occidental: todos, en tanto que seres humanos, gozamos de los mismos derechos. La lejana idea de Pico de la Mirandola tenía un eco que resonaba tres siglos después y allende. En este punto, el surgimiento del Estado de derecho significaba un gran paso adelante, pues el pueblo iniciaba su metamorfosis en sociedad civil. Garantías, certidumbres y derechos del ciudadano irían ensanchándose conforme pasaban los años. Finalmente, la promesa de un progreso que redundaría en felicidad pareció realidad gracias al ímpetu de la ciencia y su aplicación técnica. El surgimiento y veloz desarrollo de diversas ramas científicas, así como las subsecuentes revoluciones industriales terminan por crear un espejismo fantástico: nada podía detener al hombre. El mundo entero, naturaleza e incluso Dios eran espectadores de nuestro imparable progreso. Todas estas ideas tiene eco en la obra de 1992 El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama, quien proclamaba que el avance cualitativo había terminado: nos bastaba lograr una nivelación en lo obtenido para que todos gozáramos por igual. El Estado liberal era aquella ciudad prometida a la que todas las carretas de la caravana (pueblos y naciones) habrán de llegar (Fukuyama, 1995:447).


Sin embargo, no tardó en hacerse patente un lado negativo en todos y cada uno de estos aspectos. Aunque el antropocentrismo había traído grandes y palpables beneficios, también había traído una crisis del sujeto (Amengual, 1998). Su interioridad se iba desintegrando tras la propuesta de Freud, de que el individuo era un conjunto de factores internos y externos que negaban la libertad racional. Vivencias y estímulos interiorizados nos determinan consciente e inconscientemente. Max Weber, por su parte, nos indica que la racionalización trajo consigo la pérdida de tradición, la escisión del sujeto al dividir los diferentes ámbitos humanos en igual tipos de racionalidad; economía, política, familia, cultura… Todo mostraba que la cosmovisión global de Descartes o Kant era sólo teórica, mas no aplicaba en la praxis. Nietzsche derribó las nociones absolutas de verdades y normas, por lo que el fin de los grandes relatos se asomaba en el horizonte de la humanidad y el relativismo se investía de cierta autoridad. Es indudable también la importancia del Estado de derecho y de los avances científicos y tecnológicos, sin embargo, el hecho de que el racionalismo se haya tornado instrumentalista terminó por, en el mejor de los casos, aletargar el progreso prometido y soñado por los ilustrados. La razón instrumental acabó violando sistemáticamente los derechos del ser humano, ser que a efectos prácticos, parecía una mera fantasía, como afirmaba Joseph de Maistre:


A lo largo de mi vida, he visto franceses, italianos, rusos. Sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa; pero en lo que se refiere al hombre, afirmo que no lo he encontrado en toda mi vida; si existe, no es a sabiendas mías (citado en Finkielkraut 2000:19).
Ante este panorama, la Escuela de Frankfurt desarrollo la Teoría Crítica, sustentada en el marxismo. Dicha teoría puede dividirse en dos momentos: el optimista anterior a la Segunda Guerra Mundial y el pesimista posterior a ésta. En un inicio Horkheimer planteó desarrollar una visión crítica del hombre y su circunstancia abarcando tres grandes campos: la psicología con la intensión de abordar al hombre como sujeto, a partir de las propuestas de Freud; la sociología para abordar al hombre como realidad colectiva partiendo de premisas marxistas; la economía, campo que permitía integrar los dos anteriores, al mostrar los procesos económicos, sus carencias y sus necesidades. La crítica iba encaminada al ataque del capitalismo burgués, la sociedad que éste había construido impositivamente y a la enajenación del individuo. Pero ante su percepción de la Segunda Guerra Mundial, la Teoría Crítica se planteó dos cuestiones fundamentales: ¿hasta qué punto la ilustración había sido una negación de su opuesto, el mito totalitario e irracional (según lo descrito por Horkheimer y Adorno en su obra Dialéctica de la Ilustración)? Y, aún más trágica, ¿no había acabado la misma ilustración por mitificar a la razón, de forma que el instrumento propio de la Teoría Crítica quedaba minado internamente? Ante la disyuntiva de asumir una postura de negación determinada o revisar los paradigmas marxistas, se inclinaron por lo primero; aunque mantuvieron abierta la contradicción realizativa de la crítica ideológica, no intentaron superarla teoréticamente (Habermas, 1989:159).


El proyecto moderno, entendido entonces como el proyecto ilustrado terminó por entrar en crisis. De aquel antropocentrismo que auguraba grande cosas se dio el desgarramiento del sujeto, que trajo, al menos, dos consecuencias importantes: el llamado desfondamiento del hombre (Amengual, 1998:94), en el que éste se percata que al no estar su ser definido por su naturaleza y al intentar buscarlo en sí mismo, descubre que está fundamentado en el otro. El sujeto, buscando fundamentarse a sí mismo se ve siempre remitido al otro; el cogito no era suficiente, pues –nos dice Ortega:


El dato radical del Universo no es simplemente: el pensamiento existe o yo pensante existo –sino que si existe el pensamiento existen, ipso facto, yo que pienso y el mundo en que pienso- y existe el uno con el otro, sin posible separación (2007:191).
Una segunda consecuencia fue un cambio de paradigma que terminó por sustituir al sujeto mismo, al cogito cartesiano o a la razón pura kantiana, por el lenguaje. No era el “yo” quien se expresaba, sino un “ello” impersonal, la estructura lingüística, ideológica, social, cultural o instintual. El sujeto perdía su primacía. La razón, finalmente, fue destronada por la razón instrumental, fundando una ética de la conveniencia o, con pleno descaro, imponiendo la ley del más fuerte. Esto terminó por anular los avances que se insinuaban en el desarrollo histórico. El sometimiento del otro en tanto que diferente del “yo”, un Estado de derecho violentado ante intereses particulares, un Estado laico que recurre frecuentemente, ya sea soterradamente o de forma abierta, a dogmatismos que polarizan sociedades. Sociedades en que los derechos básicos son ultrajados ya sea desde la esfera económica con un neoliberalismo que se especializa en producir pobreza y concentrar la riqueza en unos cuantos; las transnacionales que buscan maximizar ganancias a costa de lo que se ponga en su camino (hasta a su misma madre si se le ocurre obstruir); un sistema financiero que renunció, quizá desde su nacimiento, a los preceptos más elementales de la ética. Y también desde la esfera política, coludida con intereses económicos y promoviendo una democracia de muy baja intensidad; fomentando una clase política que fundada en la corrupción se revela como plutocracia cleptocrática, muy lejos del gobierno ideal soñado por los ilustrados. La crisis del proyecto moderno se vuelve evidente en nuestro presente histórico, aunque, me parece, que al interior mismo de la modernidad hay condiciones y contenidos que permitirían su rescate, al menos, desde la parcela teórica, con lo cual la posmodernidad se nos aparece como una exageración innecesaria, en el mejor de los casos.


Referencias:
Amengual, Gabriel (1998). Modernidad y crisis del sujeto (1ª Ed.). Madrid: Caparrós Editores.

Finkielkraut, Alain (2000). La derrota de pensamiento (7ª Ed.). Barcelona: Anagrama.

Fukuyama, Francis (1995). El fin de la historia y el último hombre. Barcelona: Planeta – De Agostini.

Habermas, Jürgen (1989). El discurso filosófico de la modernidad (1ª Ed.). España: Taurus.

Ortega y Gasset, José (2007). ¿Qué es filosofía? (14ª Ed.). Madrid: Espasa Calpe.

martes, 8 de febrero de 2011

Sobre el uso de diminutivos

Entrada breve. En el diccionario podemos encontrar que la definición de “diminutivo” (que tiene cualidad de disminuir o reducir a menos algo) tiene al menos tres sentidos: disminución de tamaño, una intención emotiva o apelativa o para remarcar una significación intensiva. ¿Por qué entonces hay quienes dicen “inditos” o “negritos”? ¿Cuándo empezarán a decir “jotitos”? En ninguno de estos casos se hace referencia ni al tamaño, ni a una significación intensiva y, definitivamente tampoco a una intención emotiva.
Obedece al menosprecio disfrazado de lástima. Aquellos homúnculos de Ginés de Sepúlveda siguen más que vivos, nosotros nos encargamos de prolongar su vida. Es franca hipocresía el pretender usar el diminutivo para enfatizar cierta empatía, cuando lo que realmente yace bajo dicho uso es una minusvaloración fundada en estereotipos.

lunes, 7 de febrero de 2011

Más allá de Waterloo

Entre 1799 y 1815 Europa presenció un acontecimiento sui generis: un solo hombre se hizo con el poder en la mayor parte del continente. Dicho hombre, Napoleón Bonaparte, fue el producto de la Revolución Francesa e irónicamente, también de la Ilustración, y tres semanas antes de su muerte escribió: “muero prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa y su matón a sueldo” (Ang 1993:124). Estas palabras reflejan no sólo el final de su vida sino también el fin de lo que se ha llamado Era Napoleónica. Sobre las causas de fondo que provocaron el fin de esta Era indagaremos en las siguientes líneas.

Cuando se piensa respecto al fin de la Era Napoleónica comúnmente se piensa en tres grandes eventos que lo desencadenaron inevitablemente: la derrota en Rusia, la derrota en Waterloo y la megalomanía de Napoleón mismo. Sobre este último aspecto hay que decir que es aventurado calificar a Napoleón de megalomanía sin tomar en cuenta que su ejercicio de poder se combinó con la posibilidad efectiva de extenderlo indiscriminadamente. La extensión del territorio que controló no da pie al adjetivo megalómano, sino las intenciones de fondo que lo llevaron a buscar el poder, y esto es muy complicado de esclarecer.

Respecto a sus dos más sonados fracasos militares, es indiscutible que tuvieron un enorme peso en el destino de Napoleón. La fracasada invasión invernal a Rusia terminó por desmoralizar a sus tropas, muchas de las cuales jamás regresaron con vida de la operación. Dadas estas circunstancias, el regreso a París no fue acompañado de una calurosa bienvenida: el pueblo le daba la espalda al emperador. Por otra parte, la derrota en la batalla de Waterloo es considerada como el evento que pone fin a la Era Napoleónica, pero no reside ahí la causa o las causas de dicho fin. La batalla de Waterloo fue el inevitable y fatal acontecimiento consecuencia de una serie de eventos desafortunados (sin relación alguna con el film).

Un hecho acontecido en la batalla de Waterloo nos dará un primer indicio. En esta batalla Napoleón enfrentó a los ejércitos del duque de Wellington y del mariscal Blücher; el primero tenía bajo su mando un ejército multinacional, el segundo comandaba a las fuerzas prusianas. Ante estos dos adversarios Napoleón hizo lo impensado: terribles errores estratégicos en el ámbito militar, a pesar de que había dado pruebas abundantes de su genialidad en el mismo. En la obra Secretos y Misterios de la Historia, se dice que

Años después [de la batalla de Waterloo], su hermano Jerónimo reveló que el día de la batalla Napoleón sufría de fiebre, cistitis y hemorroides, agravadas por las largas horas de cabalgata. Los testigos comentaron el letargo y torpeza del emperador durante la campaña; quienes tenían mucho tiempo de no verlo se sorprendieron por su gordura y de lo avejentado que parecía, a pesar que sólo era tres meses mayor que Wellington. (427)

La derrota en Waterloo fue entonces la natural consecuencia de hechos más profundos.


Podemos identificar seis causas de fondo que debemos considerar al momento de analizar el fin de la Era Napoleónica. Estas causas, como veremos, se interconectan entre sí y van más allá de los tres eventos ya comentados (la megalomanía napoleónica, Waterloo y el invierno ruso).

Una primera causa es la defectuosa política del bloqueo continental. Napoleón intentó crear un bloqueo económico en contra de Gran Bretaña, de forma que ésta no podía comercializar con la Europa continental. De entrada sí se debilitó la economía inglesa pero, eventualmente, las economías europeas (como la holandesa y la rusa) sufrieron la carencia de productos que los ingleses distribuían en el continente. El bloqueo terminó por afectar a la Europa napoleónica creando descontento y, debido a ello, Rusia rompió dicha medida.

Este descontento producido por el bloqueo se agudiza al emerger en toda su fuerza los nacionalismos de inicios del siglo XIX. Sólo uno de los pensadores ilustrados, Jean-Jaques Rousseau, abogó con insistente premura sobre la importancia de la identificación de los pueblos con su pasado, su cultura, su lengua y sus tradiciones; así se sembró la semilla del nacionalismo. El resto de los pensadores ilustrados destacó la idea de libertad para los pueblos en oposición a las cadenas de la religión y las monarquías; la simiente de las revoluciones libertarias cayó en una Europa fértil. Naciones como España, Prusia, Baviera o Polonia, iniciaron revueltas y guerrillas en contra de las tropas napoleónicas. Las resistencias de signo nacionalista es nuestra segunda causa.

Íntimamente ligado a lo anterior, tenemos la tercera causa: el territorio del Imperio Napoleónico era ya demasiado extenso y cuando Napoleón dejó de ser visto como libertador y se convirtió en usurpador y tirano desde la perspectiva de los pueblos, las revueltas evidenciaron que el territorio era demasiado extenso como para mantener el orden y la paz. Esto sin olvidar la enorme fuerza con que las viejas casas reales azuzaban al pueblo para levantarse en contra de Napoleón; la monarquía, a fin de cuentas, aprovechó cada una de las debilidades del Imperio Napoleónico.

Mientras todos estos eventos se desencadenaban en la Europa continental, en Gran Bretaña aumentaba la enemistad con Napoleón, enemistad que era extensiva a los franceses y que se remontaba a la Edad Media. De forma constante, galos e ingleses habían mantenido ásperas relaciones debido a diferencias familiares, económicas, religiosas y geoestratégicas. Durante la Era Napoleónica, todos estos elementos se vieron exacerbados, creando un clima de fuerte enemistad. ¿Qué hechos rodeaban a la situación que prevalecía en Gran Bretaña? Sabemos que la monarquía inglesa despreciaba las nacientes ideas democráticas que promoviera la Revolución Francesa, pero es evidente que la monarquía inglesa, de tipo constitucional, ya tenía elementos que la hacía progresista en comparación con las continentales. Por otra parte, el camino que había tomado el Imperio Napoleónico era la negación misma de los ideales revolucionarios e ilustrados, por lo que había algo más elemental que empujó a Inglaterra a oponerse a Napoleón desde antes que éste emprendiera su bloqueo continental: las políticas financieras.

Fue Napoleón el primero en crear en Francia un banco central, el Banco de Francia. A diferencia de lo que sucedió en Holanda o Inglaterra, el nuevo banco no quedó en manos de los importantes financieros cosmopolitas que controlaban el sistema financiero europeo, sino que Napoleón se autonombró presidente vitalicio. Este hecho provocó reacciones hostiles de parte de los especuladores de las altas finanzas que, mediante el control de los bancos centrales iban haciéndose con importantes parcelas de poder. Napoleón, al oponerse a ello, se ganó su enemistad y perdió el crédito que con ellos tenía. ¿Por qué le retiraron su apoyo? Porque Napoleón decidió que la emisión de dinero no se hacía como préstamo al gobierno, sino de acuerdo con la producción agrícola e industrial.

La amenaza que Napoleón representaba para la cúpula financiera cosmopolita era razón suficiente para borrarlo del mapa estratégico europeo. Tomemos en cuenta que, incluso hoy en día, doscientos años después, seguimos viviendo en un mundo en que los dueños de las altas finanzas mantienen un fuerte poder político a través de su influencia económica (piénsese en la Federal Reserve estadounidense que maneja las finanzas del gobierno a pesar de estar controlada por privados). Todo esto nos hace comprender por qué Napoleón, de acuerdo a los hallazgos de Sven Forshufvud en 1978, fue asesinado con arsénico en su exilio en Santa Elena.

Todos estos motivos nos presentan a la caída del Imperio Napoleónico como algo mucho más profundo que unos fracasos militares y una muy comentada megalomanía, convenientemente apoyada por los enemigos de Napoleón. También nos revela que los factores económicos y financieros fueron clave en el desenlace de la Era Napoleónica, pues a fin de cuentas, de haber mantenido el apoyo financiero que llegó a tener, Napoleón se hubiera forjado otro camino.

Bibliografía:

Ang, Gonzalo. Secretos y misterios de la historia. Lo que los investigadores todavía buscan resolver. México: Reader’s Digest, 1993.

Borrego, Salvador. Supra Capitalismo. México: sin editorial, 1980.

Ellis, Elisabeth Gaynor y Anthony Esler. World History, EEUU: Pearson Prentice Hall, 2009.

Sherman, Dennos y Joyce Salisbury. The West in the World, EEUU: McGraw-Hill, 2006.








miércoles, 2 de febrero de 2011

Narcobloqueos en Guadalajara y el narcotráfico en general

Finalmente llegaron. La que alguna vez fue plaza neutral y de seguridad está, como tantas otras ciudades de México, sufriendo el flagelo del narcotráfico. El 1o de febrero del año en curso se registró por primera vez en Guadalajara los llamados narcobloqueos. Bloqueos de vías principales orquestados por la delincuencia organizada.



Siete de estos bloqueos son signo inequívoco del deterioro de la seguridad pública y del auge y posibilidades del crimen organizado. Entre la ineptitud y corrupción del gobierno (en todos los niveles), el desmedido instinto de la delincuencia y la apatía e impedimentos de la ciudadanía, la situación no parece tener posibilidades de mejoría alguna.


El principal responsable de toda esta situación es el gobierno: con su sistema neoliberal se ocupa únicamente en producir pobres (y un puñado de multimillonarios), desempleados e incultos individuos con un vacío existencial que tratarán de solventar con las drogas. Este mismo fenómeno proporciona mano de obra al narcotráfico que, aunque profesión bastante arriesgada y que augura una vida breve, paga mucho mejor que los trabajos temporales y/o con míseros sueldos que nos proporciona el neoliberalismo. Esta es la ineptitud de la clase política, que obedientemente insiste en un modelo que ha ya fracasado pero que se niegan a desechar; ceguera ante las causas de fondo o, lo que sería peor, fría indiferencia. Naturalmente, uno siempre bien pensado, la clase política es sólo estúpida y rastrera ante los dictados que llegan del exterior, pero de ninguna forma está coludida con la delincuencia misma. Imaginemos sin embargo el caso: las cantidades de dinero que produce el narcotráfico son multimillonarias, por lo que obtener una entrada extra de dinero además de mantener la vida parecerían dos buenas razones para aceptar las ofertas del narco. En lugar de caer en la corrupción, nuestro honorable gobierno (en este caso el federal) ha puesto en marcha un brillante plan para poner fin a la narcoinsurgencia y devolver el orden, la concordia y prosperidad a nuestra gran nación. El señor Calderón lanzó la guerra contra el narcotráfico, un estupendo plan para acabar con dicha plaga desde sus raíces, a fondo, pensando no sólo cinco minutos a futuro, sino a largo plazo. Un aplauso para las brillantes mentes de nuestro gobierno que, de ningún modo, incrementarán la violencia ni radicalizarán la respuesta del narco. Además el sentido común nos indica que quitando cabecillas de los carteles éstos tenderán a desaparecer, una especie de generación espontánea inversa. También el sentido común nos dice que eliminando sicarios (ya sea entre ellos mismos o mandándolos a la escuela de oficios, o sea, la cárcel), los cárteles de la droga perderán su población de abastecimiento, ya no tendrán en dónde reclutar nuevos sicarios. ¡Enhorabuena por los mexicanos que votaron por este señor tan capaz y talentoso!


La delincuencia, por su parte, simplemente hace lo que está dentro del rango de sus posibilidades: alienarse a sí misma a través de la sujeción a principios no humanos propios de un hedonismo materialista deshumanizante; es el resultado de la negación dialéctica de la razón y, a diferencia de Derechos Humanos, no es posible concebirlos como víctimas, pues por más irracionalidad, nunca será tanta como para eliminar su libertad.


La ciudadanía, finalmente, sigue consumiendo drogas y, con ello, atizando el fuego del narcotráfico. Mientras haya un mercado de consumidores, siempre habrá un proveedor o varios en disputa de dicho mercado.


Bosquejo de soluciones: primero y ante todo, debemos poner fin al sistema neoliberal que aumenta la pobreza en proporciones geométricas. En su lugar debe imperar un sistema que fomente la educación, la cultura, el empleo y la posibilidad real de recrearse como ser humano (evidentemente suena a utopía). De lograrse esto el problema tendería a desaparecer o, al menos, a reducirse enormemente. Dejando las utopías de lado, es preciso introducir la pena de muerte para todo aquel coludido de una u otra forma con el narcotráfico. Una pena de muerte sumaria y expedita. Sería estupendo pensar que basta con denunciarlos para que las autoridades los encarcelen (o maten en caso de agresiones directas), pero como ya se ha mencionada, esto sólo produce la sustitución de hombre por hombre. Unos mueren pero otros muchos están deseosos de ingresar al mundo del narcotráfico; un mundo de dinero fácil, placeres, ostentaciones de poder, un mundo al que una sociedad decadente como la nuestra bien puede colocar como meta a seguir. A esto debemos agregar que nuestros excelentes sistemas de justicia y penal no dan ningún tipo de trato especial a los narcos que acaban encerrados en México. Narcos dirigiendo su negocio desde prisión… Justicia a la mexicana. De ahí que los narcos realmente teman la extradición, pues en el país vecino carecerán de dicho trato (al menos es lo que se sabe).