Como es ya sabido, el vocablo “democracia” viene del griego y significa “el gobierno del pueblo” (demos = pueblo y cratos = gobierno); su origen se remonta a más de 2400 años en la época de la Atenas de Pericles. Cabe apuntar que los dos más célebres pensadores de la Grecia clásica, Platón y Aristóteles, no concibieron a la democracia como la mejor forma de gobierno. De hecho, de entre las tres formas de gobierno recomendables o positivas, la democracia fue vista como la menos beneficiosa, superada por la monarquía y la aristocracia.
A pesar de ello, hoy en día se ve a la democracia como la forma de gobierno ideal, garante de la libertad de las sociedades y la forma óptima en que éstas pueden manifestar sus necesidades y deseos. Sin embargo, en sí misma, la democracia presenta varios problemas. No se diga ya si analizamos a la democracia realmente existente.
La democracia en sí misma
En sí misma, la democracia parte del supuesto de que una sociedad debe seguir el rumbo que la mayoría de sus miembros crea que es el mejor. De esta forma, la minoría debe aceptar tales decisiones y someterse a la voluntad de las mayorías. Si las minorías están de acuerdo con esto, cosa que debe asumirse en el juego democrático, la sociedad puede seguir coexistiendo como un todo armónico, al menos en cierta medida y con naturales excepciones. Pero el hecho de que la mayoría crea que algo es lo mejor para el todo, no significa que ese algo sea efectivamente lo mejor. La más absurda de las creencias puede determinar el rumbo de una sociedad por el único hecho de ser apoyada por una mayoría. En la democracia, pues, se ignora la verdad (pues bastan meras opiniones de masas) y se antepone lo cuantitativo por sobre lo cualitativo (el peso muerto de las muchedumbres termina por inclinar la balanza de los derroteros políticos). Lo maravilloso de esto, nos dicen los heraldos de la democracia, es que si la mayoría se equivoca de rumbo, siempre habrá una nueva oportunidad para, democráticamente, enmendarlo. De esta forma la sociedad se irá acercando paulatinamente, a partir del proceso de ensayo y error, a una sociedad ideal. Quizá la meta sea inalcanzable, pero tras cada paso que se dé, se estará más cerca.
Imaginemos a un pastor con su rebaño que decide guiarse por los principios de la democracia. Si la mayoría de ovejas decide ir a pastar a la orilla de un despeñadero o tierras peligrosamente cercanas al territorio de los lobos, no importará el sentido común del pastor, éste deberá someterse a la voluntad de la mayoría. Y ésta, muy probablemente, terminará en el fondo del barranco o siendo devorada por bestias hambrientas. Sabemos que las ovejas no serían tan torpes como para hacer algo así, pues su instinto de supervivencia se impondría, pero lamentablemente el hombre sí lo es. Su torpeza proverbial lo convierte en la víctima perfecta de la democracia.
La democracia realmente existente
Si la democracia en sí misma presenta claras deficiencias, imaginemos la democracia realmente existente, donde las masas están obnubiladas por un sistema de propaganda al servicio de ciertas élites; donde la gran mayoría está esclavizada por el círculo vicioso materialismo – consumismo – vacío espiritual; donde aquellas élites buscan sin miramiento alguno el binomio que las define: dinero – poder; donde la involucionada sociedad en general se pierde en las profundidades de la banalidad más superflua, fomentando la degradación del ser humano. La democracia realmente existente, como el caldo de cultivo de disolución social que es, sólo es democracia por nombre, más en esencia es una cleptocracia plutocrática.
En la democracia realmente existente, además de los cuatro grandes defectos que la permean, podemos identificar cuatro principales (que no únicos) actores, a saber: la clase política, los medios de propaganda (que por alguna “extraña” razón les siguen llamando medios informativos), las élites económicas y, desde luego, el demos, el pueblo, soberano y libre, faltaba más. La clase política es oportunista, cínica, improductiva e incompetente, además de rastrera pues, a fin de cuentas, obedecen ciegamente a los poderes internacionales. Los medios de propaganda, además de bombardear al espectador con banalidades, distorsionan y manipulan con tal te obtener una tajada. Las élites económicas carecen del más mínimo sentido ético y se limitan a ejecutar a pie juntillas la ideología capitalista neoliberal, donde la ganancia lo justifica todo. Finalmente, el pueblo, que ni hace, ni entiende y ni se entera. Migajas, circo, conformismo pasivo y apatía.
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