miércoles, 29 de agosto de 2012

Sobre la Ontología

Al interior mismo de la Metafísica, como una forma particular ejercida a través de la historia o como una subdivisión, está la Ontología. Ésta aborda las sustancias o esencias, es decir, estudia la realidad en tanto que ente. La Ontología estudia el ser de las cosas, y dado que el ser es una característica común y no jerarquizable, todas las cosas son igualmente entes ante la Ontología. El ser de Dios y el ser de una mota de polvo son el mismo ser y, por ende, el mismo valor en tanto que entes que son.


Mas no se trata de buscar en el ser de cada ente sus características que lo vuelvan único (esto sería un acercamiento óntico y no ontológico), sino de abordar al ser mismo y a sus determinaciones necesarias. Cada ente participa de éstas determinaciones en igual forma, por lo que al ver un avión de papel surcar el aire o al ver una aparición celestial (así como doña María vio un ángel que le llevaba un mensaje) se está en presencia del ser en exactamente la misma manera: el avión de papel participa del ser de igual forma que el mensajero celestial. Ambos son de la misma forma. Ese elemento en común lo aborda la ontología, mientras que las diferencias de esos entes son cuestiones ónticas.

Olvidemos si el árbol es un manzano o es un roble, solo es; olvidemos si el estudiante es holgazán o es ñoño, solo es; olvidemos si los políticos son estúpidos, son oportunistas o son corruptos, solo (lamentablemente) son. Pues bien, una vez que hemos borrado provisionalmente todas las características no necesarias de la realidad (la “manzanitud”, la holgazanería o el oportunismo) y dejamos únicamente su ser, podemos entrar en materia. ¿Pero qué queda? ¿Cómo son esos entes sin determinación alguna salvo el hecho de que son? Ahí hay una primera cuestión para la ontología. Una segunda cuestión sería qué diferencia hay en el ser de un objeto que puedo manipular (digamos un iPod) y un objeto inasible (digamos el número ocho). Ambos son. Lo concreto, resulta que no es más que lo abstracto. Los papeles que llamamos billetes no son más que el valor que llamamos justicia. Y sin embargo, esta igualdad ontológica resulta inexistente en el mundo de los profanos. Para éstos, lo concreto y material será siempre más valioso y, quizá, lo único. Y esto es porque su único criterio para distinguir entre lo concreto y lo abstracto es la sensorialidad (y no la razón). Resulta, pues, que la igualdad ontológica nos hace más humanos (o digamos, más racionales), mientras que la diferenciación nos acerca a la animalidad (seres sensoriales sumidos en la bestialidad).

Aquello que es, aquello que comúnmente asumimos que está ahí, es más bien un constructo sociocultural, producto del lenguaje, de la tradición y, sobre todo, del sentido común. Un sentido común que agrupa nuestros otros cinco sentidos. Al ver el objeto en que nos sentamos, le llamamos silla; al oler un pañal usado, le llamaos hedor; al oír balaceras y sirenas (no las homéricas), le llamamos México; pero todo esto, al menos hasta donde la ciencia nos permite saber, es energía. Porque más allá de energía y vacío, no hay más. La silla está hecha de átomos y éstos de energía. Y así con todo lo demás. Una visión superficial y cómoda de la realidad nos la define y cataloga, mientras que una visión profunda de aquélla, la vuelve problemática y oculta. Imagina cómo se ve el pobre diablo que busca Lacoste, Dolce and Gabbana, Ferrari o Bentley. No son más que esclavos del determinismo sociocultural, al estilo de aquellos perros pavlovianos.

Otra cuestión abordada por la ontología es la de el ser de los universales. Puedes convivir con tu amigo Juan o con tu amigo José; puedes ser mordido por el perro del vecino y digamos que su nombre es Cánfulo; puedes chismear con tu amiga María; puedes ponchar el neumático de tu coche. Pero todos estos entes (Juan, Cánfulo, María, tu neumático y tu coche) son particulares y pertenecen a categorías universales (hombre, perro, mujer, neumático y coche). En términos rigurosos estas categorías, que llamamos universales, también son, y aunque nunca en la vida hemos visto a “el hombre” o a “la mujer” o a “el perro” estos también son entes. ¿Cuál es la diferencia ontológica entre el ser que participa de un universal y el universal mismo? ¿Cuál es la diferencia entre Cánfulo que siempre anda mordiendo a quien se deja y el universal perro? Más aún, ¿cuántas veces al día, en nuestras conversaciones corrientes, nos referimos a un universal? La realidad de estos seres es ineludible, pero la peculiaridad (si es que la tiene) de su ser es cuestión aparte.

jueves, 23 de agosto de 2012

Sobre la Metafísica

Se suele decir que la Metafísica es la rama de la Filosofía que estudia la realidad, pero en mi experiencia, eso no dice gran cosa al neófito en las artes filosóficas (así como yo, pues). Comúnmente, el ser humano suele acercarse a la realidad sin el más mínimo asomo de curiosidad. Ve a ésta como el chofer del minibús ve a los pasajeros, como el terrateniente ve al campesino, como el perro ve a su cola cuando trata de atraparla en una incesante danza circular. Ante esta forma superficial de acercarse a la realidad (o sea, los pasajeros, los campesinos, la cola o cualquier otra cosa que percibimos de ordinario), es normal que se nos escape no ya lo que subyace bajo la realidad, sino la realidad misma.


Digamos que un primer nivel de acercarse a la realidad es cuando vemos los objetos únicamente como cosas en relación a mí. Todo se convierte en inmediato y en útil acorde a mis necesidades. Así como el científico tomo una muestra y la observa a través del microscopio o como el político echa un vistazo a cifras de muertos.

Un segundo nivel de abordar la realidad es cuando comprendemos que ésta no es en relación a mí, sino que es, en cierto modo (y sin adentrarme en cuestiones epistemológicas) independiente a mí y opera como un todo. No hay cosas que yo uso y abuso, sino que es un entramado finamente relacionado de hechos y objetos. Esto nos lleva a buscar causas y efectos, a relacionar el hecho con implicaciones, digamos, éticas o sociales. La realidad se vuelve más vasta que el pequeño mundo en el que solemos habitar.

Pero hay un tercer nivel. Aquel que nos hace plantearnos los porqués y los cómos de dicha realidad. Esto es la Metafísica. La realidad toda, en su conjunto, se vuelve un “objeto” de estudio. Una búsqueda por encontrar el principio último, la causa primigenia del todo. Esta búsqueda es, pienso yo, inherente al ser humano, pero también es una tarea abocada al fracaso. Al menos si lo que se busca es resolver los planteamientos, encontrar las respuestas definitivas y absolutas. Afortunadamente, este no es el punto de la Metafísica, al menos no me parece que deba serlo hoy en día. Que para Parménides, Leibniz, Agustín de Hipona o Nicolás de Cusa sí lo haya sido, no debería cambiar el hecho de que lo importante de la metafísica es que en ese buscar en la realidad, o mejor dicho, en aquello que yace tras de ésta, a) nos alejamos de esa perniciosa forma de ver la realidad en su mera superficialidad, tal como una cámara de video la “ve”; b) nos construimos unos cimientos para edificar nuestras vidas en una realidad coherente y comprensible; y c) la labor intelectual del acto de buscar te deja la satisfacción doble de hacer hallazgos en ese interminable camino y de ejercer la actividad por excelencia del ser humano: pensar. Actividad que es muy rara e infrecuente en el hombre contemporáneo. ¿De cuándo acá se ha visto que una oveja del multitudinario rebaño se detenga a pensar en por qué sigue al pastor? ¿Cuándo, contrario a lo imaginado por Platón, uno de los millones de prisioneros que viven (y mueren) en lo más profundo de la caverna se detiene a pensar en el por qué de esas sombras que llama realidad?

Pensar la realidad, desocultar lo que en ella subyace es dejar de ser ese perro que irremediablemente fracasa al intentar asir su cola, y cuando lo logra, la suelta para volver a empezar su danza... Justo así vive el ser humano.