Entrada breve. Desde hace algunos años se viene haciendo muy común el considerar la palabra “discapacitado” como una ofensa para las personas que padecen algún impedimento físico. En su lugar se nos invita a referirnos a ellos como personas con capacidades diferentes.
¿Qué capacidades diferentes son esas? ¿Un invidente posee la capacidad diferente de no ver? ¿O posee la capacidad diferente de desarrollar un mejor olfato y un mejor oído? El llamarles discapacitados no es peyorativo, sino emplear a la mayoría como medida estándar al momento de pensar en capacidades.
El mismo término de “discapacitado” sustituyó al de “minusválido”, el cual, obviamente sí posee un claro significado peyorativo pues nos indica que posee menos valor (minus – válido).
viernes, 30 de octubre de 2009
jueves, 29 de octubre de 2009
Sobre el Matrimonio
Hace no mucho me vi en la “necesidad” de asistir a uno de esos eventos sociales que llamamos Bodas. Este evento representa la unión amorosa de dos seres ante la sociedad en general, ante los seres queridos si queremos reducir la esfera de los interesados. La pregunta clave debe ser: ¿por qué la gente decide casarse? Se me ocurren varias respuestas:
1. Porque la influencia de Hollywood y/o de las telenovelas manipula las maleables mentes de las jovencitas, quienes creen que después de contraer nupcias, su príncipe azul las hará felices por el resto de sus días.
2. Porque la sagrada y bendita tradición familiar (que por cierto se fundamenta en la no menos sagrada y bendita tradición religiosa (católica en el caso de México)) dice que así debe ser. Cualquier otra cosa es una afrenta para el honor de la familia…
3. Porque algunas mentes ingenuas creen que Dios se molestará si no lo hacen y arderán en las llamas de los infiernos…
4. Porque creen (no sé exactamente por qué) que todo ser humano debe seguir la famosa ley universal embarazo-matrimonio: si mi vieja sale embarazada, ya me chingué y tenemos que casarnos.
5. Porque la gente es estúpida. Mujeres que sueñan con ponerse su vestidito blanco que las hará verse divinas, o caminar por el pasillo repleto de bellas flores mientras toooodo el mundo las ve y las admira en su pulcra belleza. Mujeres que sueñan con una fiesta digna de un cuento de hadas, o con una luna de miel también digna de un cuento de hadas. Hombres con un muy bajo nivel de asertividad, incapaces de decir: No.
Cualquiera que sea la razón, me vi en la dichosa oportunidad de asistir a uno de estos maravillosos eventos en que el hombre y la mujer (aunque los diversos sexualmente están cambiando este detalle) inician su recorrido en común en busca de la felicidad y de la integración en un mismo Ser: el Nosotros, o sea, esposo y esposa. La boda (que por cierto viene del latín vota: voto o promesa) en cuestión tenía una peculiar característica: la infidelidad de parte de ella (no sé si también de él) incluso antes del Gran Mágico Día. Entiendo que uno de los objetos (las arras, los anillos u otro de los 372) que intercambian durante la bella ceremonia significa “fidelidad”… Pero qué importan estos detallitos cuando la anhelada felicidad está tan cerca.
Y después de una memorable ceremonia llena de sacralidad y ornato, tuve la oportunidad de gozar de una maravillosa fiesta para celebrar el profundo amor de esta dichosa pareja. ¿Quién estableció la agenda de estas fiestas? ¿Qué mente brillante fijó tan bellas costumbres? Ante todo están los comensales con los que te verás obligado a departir, lo cual obedece a una sencilla ley: la cantidad de extraños que compartirán mesa contigo es inversamente proporcional al grado de cercanía que tienes con la afortunada pareja protagonista. Para mi infortunio, mi grado de cercanía tanto con el novio como con la novia era nulo.
Ante la falta de plática y ambiente en este tipo de mesas, es preciso preparar una serie de temas para discutir con tu acompañante. Lamentablemente esto no suele funcionar pues en estos eventos gozamos de bella música popular para amenizar el momento, música que amablemente invita a no charlar, o bien, establecer civilizadas conversaciones por medio de gritos.
Después viene El Grupo (versátil, desde luego). Una afortunada combinación de talento musical y dotes humorísticos suele apropiarse del escenario para beneplácito de los invitados. Desde luego, el grupo ameniza el evento haciendo gala de un variado y amplio repertorio, mostrando un exquisito, refinado y conocedor gusto musical.
Para estas alturas uno se ve en la necesidad de refugiarse en la botana y las bebidas (no que sea alcohólico ni mucho menos, claro está). Éstas últimas, por cierto, suelen limitarse al típico tequila (obvio, estamos en México… ¿qué otra cosa deberíamos beber?) y un ron o un brandy…
Entonces llega el momento en que uno, en su muy necia ingenuidad, cree que desquitará el martirio y sacará algo de provecho en el día perdido (aaaahhhh, porque las bodas le dan en la madre al día entero. Tomando en cuenta que se buscan el templo más apartado de la civilización y el lugar para la fiesta ni siquiera suele estar en la ciudad, el festejo ajeno te robará ocho horas, más o menos). El momento de desquitar, decía: la comida (o cena, según sea el caso). Pero en las bodas, la comida suele ser una muy pequeña y pretenciosa porción de insípido alimento. Esta falta de sabor suele ser sustituida por la bella presentación de los alimentos en el plato: una verdadera obra de arte. Entiendo que la alta cocina pone especial cuidado en la apariencia de los alimentos, tradición que debe remontarse a los cocineros que trabajaban en cortes reales, para emperadores, sultanes, sátrapas y reyes. De igual manera, cada platillo debe ser somero para guardar el decoro. Este es el tipo de convenciones sociales que me hacen pensar en la proverbial e irremediable estupidez del ser humano…
Ante ese lamentable espectáculo culinario, recurrí a lo obvio: solicité atentamente un platillo para niños. Como los niños no están del todo esclavizados por las absurdas convenciones sociales, pueden comer (al menos en este caso) una apetitosa hamburguesa con papas a la francesa. Aunque el atento mesero encontró mi pedido extravagante (por decir lo menos), y no sin algo de resistencia, finalmente pude compartir el menú de los infantes. Dichosos ellos que desconocen el terrible mundo de los usos y costumbres propios del adulto…
Claro que una boda sin baile, no sería boda. Ahí radica la única razón por la que los grupos versátiles son perfectamente tolerados por la inmensa mayoría en estos eventos sociales: el acto de bailar, en realidad, es independiente de la música en sí (el baile como acto social, porque como actividad individual o acto ritual es diferente). No importa lo deplorable que sea la música, lo importante es pararse, moverse y sudar para expresar sólo Dios sabe qué. Yo, como todo filósofo (bueno, no todos, pero la mayoría) y hombre de baja tolerancia a los actos masivos, observé el absurdo espectáculo preguntándome: ¿cuál es la diversión de este acto? Hasta la fecha sigo sin encontrar respuesta…
Finalmente viene el incómodo momento en que debe uno felicitar a la feliz pareja. Si son conocidos, amigos o parientes no hay incomodidad alguna, pero si son perfectos desconocidos (como fue el caso), es inevitable tomar conciencia del acto de hipocresía que se avecina: felicitar por algo que uno no relaciona con la felicidad. Dado que en estos eventos la forma es lo más importante, no queda más que ejercer nuestro derecho a fingir y felicitar a los recién nombrados marido y mujer y agradecer por invitarnos a tan maravilloso evento.
Matrimonio. Gran parte de la sociedad tiene la idea de que el matrimonio es parte del proceso natural de crecimiento en el ser humano. ¡Pobrecitos de los “quedados”! – dicen los más. Todavía hay quienes se extrañan ante la afirmación de que el matrimonio es una mera formalidad carente de valor por sí mismo. Lo que le otorga su importancia es el compromiso y amor que supuestamente lo inspira, pero la tasa de divorcio y la abrumadora frecuencia con que la infidelidad se presenta en los matrimonios (la etimología misma nos indica esto: matri – madre, monio – uno; en el matrimonio hay una sola madre de la descendencia, pero amantes…) nos muestra que la premisa es errónea (al menos en la mayoría de los casos): compromiso y amor no es la causa del matrimonio, sino un anexo que, en afortunadas ocasiones va incluido. Puede ser un error de juventud, un acto de desesperación, un contrato por intereses materiales o de otro tipo, pero escaso es el matrimonio fruto del verdadero amor… Y después viene lo absurdo de la institución ante la cual creas el matrimonio: el Estado, en el caso de una boda civil o la Iglesia si la boda es religiosa. Ambas instituciones son una carcasa corrupta ante las cuales hacer un juramento solemne es, cuando menos, ridículo. Si alguien es lo suficientemente afortunado como para encontrar a alguien a quien amar y ser correspondido, lo único que el sentido común nos dicta hacer es: amar. Cualquier otra cosa no es más que un artificio monstruoso creado por la decadente sociedad…
1. Porque la influencia de Hollywood y/o de las telenovelas manipula las maleables mentes de las jovencitas, quienes creen que después de contraer nupcias, su príncipe azul las hará felices por el resto de sus días.
2. Porque la sagrada y bendita tradición familiar (que por cierto se fundamenta en la no menos sagrada y bendita tradición religiosa (católica en el caso de México)) dice que así debe ser. Cualquier otra cosa es una afrenta para el honor de la familia…
3. Porque algunas mentes ingenuas creen que Dios se molestará si no lo hacen y arderán en las llamas de los infiernos…
4. Porque creen (no sé exactamente por qué) que todo ser humano debe seguir la famosa ley universal embarazo-matrimonio: si mi vieja sale embarazada, ya me chingué y tenemos que casarnos.
5. Porque la gente es estúpida. Mujeres que sueñan con ponerse su vestidito blanco que las hará verse divinas, o caminar por el pasillo repleto de bellas flores mientras toooodo el mundo las ve y las admira en su pulcra belleza. Mujeres que sueñan con una fiesta digna de un cuento de hadas, o con una luna de miel también digna de un cuento de hadas. Hombres con un muy bajo nivel de asertividad, incapaces de decir: No.
Cualquiera que sea la razón, me vi en la dichosa oportunidad de asistir a uno de estos maravillosos eventos en que el hombre y la mujer (aunque los diversos sexualmente están cambiando este detalle) inician su recorrido en común en busca de la felicidad y de la integración en un mismo Ser: el Nosotros, o sea, esposo y esposa. La boda (que por cierto viene del latín vota: voto o promesa) en cuestión tenía una peculiar característica: la infidelidad de parte de ella (no sé si también de él) incluso antes del Gran Mágico Día. Entiendo que uno de los objetos (las arras, los anillos u otro de los 372) que intercambian durante la bella ceremonia significa “fidelidad”… Pero qué importan estos detallitos cuando la anhelada felicidad está tan cerca.
Y después de una memorable ceremonia llena de sacralidad y ornato, tuve la oportunidad de gozar de una maravillosa fiesta para celebrar el profundo amor de esta dichosa pareja. ¿Quién estableció la agenda de estas fiestas? ¿Qué mente brillante fijó tan bellas costumbres? Ante todo están los comensales con los que te verás obligado a departir, lo cual obedece a una sencilla ley: la cantidad de extraños que compartirán mesa contigo es inversamente proporcional al grado de cercanía que tienes con la afortunada pareja protagonista. Para mi infortunio, mi grado de cercanía tanto con el novio como con la novia era nulo.
Ante la falta de plática y ambiente en este tipo de mesas, es preciso preparar una serie de temas para discutir con tu acompañante. Lamentablemente esto no suele funcionar pues en estos eventos gozamos de bella música popular para amenizar el momento, música que amablemente invita a no charlar, o bien, establecer civilizadas conversaciones por medio de gritos.
Después viene El Grupo (versátil, desde luego). Una afortunada combinación de talento musical y dotes humorísticos suele apropiarse del escenario para beneplácito de los invitados. Desde luego, el grupo ameniza el evento haciendo gala de un variado y amplio repertorio, mostrando un exquisito, refinado y conocedor gusto musical.
Para estas alturas uno se ve en la necesidad de refugiarse en la botana y las bebidas (no que sea alcohólico ni mucho menos, claro está). Éstas últimas, por cierto, suelen limitarse al típico tequila (obvio, estamos en México… ¿qué otra cosa deberíamos beber?) y un ron o un brandy…
Entonces llega el momento en que uno, en su muy necia ingenuidad, cree que desquitará el martirio y sacará algo de provecho en el día perdido (aaaahhhh, porque las bodas le dan en la madre al día entero. Tomando en cuenta que se buscan el templo más apartado de la civilización y el lugar para la fiesta ni siquiera suele estar en la ciudad, el festejo ajeno te robará ocho horas, más o menos). El momento de desquitar, decía: la comida (o cena, según sea el caso). Pero en las bodas, la comida suele ser una muy pequeña y pretenciosa porción de insípido alimento. Esta falta de sabor suele ser sustituida por la bella presentación de los alimentos en el plato: una verdadera obra de arte. Entiendo que la alta cocina pone especial cuidado en la apariencia de los alimentos, tradición que debe remontarse a los cocineros que trabajaban en cortes reales, para emperadores, sultanes, sátrapas y reyes. De igual manera, cada platillo debe ser somero para guardar el decoro. Este es el tipo de convenciones sociales que me hacen pensar en la proverbial e irremediable estupidez del ser humano…
Ante ese lamentable espectáculo culinario, recurrí a lo obvio: solicité atentamente un platillo para niños. Como los niños no están del todo esclavizados por las absurdas convenciones sociales, pueden comer (al menos en este caso) una apetitosa hamburguesa con papas a la francesa. Aunque el atento mesero encontró mi pedido extravagante (por decir lo menos), y no sin algo de resistencia, finalmente pude compartir el menú de los infantes. Dichosos ellos que desconocen el terrible mundo de los usos y costumbres propios del adulto…
Claro que una boda sin baile, no sería boda. Ahí radica la única razón por la que los grupos versátiles son perfectamente tolerados por la inmensa mayoría en estos eventos sociales: el acto de bailar, en realidad, es independiente de la música en sí (el baile como acto social, porque como actividad individual o acto ritual es diferente). No importa lo deplorable que sea la música, lo importante es pararse, moverse y sudar para expresar sólo Dios sabe qué. Yo, como todo filósofo (bueno, no todos, pero la mayoría) y hombre de baja tolerancia a los actos masivos, observé el absurdo espectáculo preguntándome: ¿cuál es la diversión de este acto? Hasta la fecha sigo sin encontrar respuesta…
Finalmente viene el incómodo momento en que debe uno felicitar a la feliz pareja. Si son conocidos, amigos o parientes no hay incomodidad alguna, pero si son perfectos desconocidos (como fue el caso), es inevitable tomar conciencia del acto de hipocresía que se avecina: felicitar por algo que uno no relaciona con la felicidad. Dado que en estos eventos la forma es lo más importante, no queda más que ejercer nuestro derecho a fingir y felicitar a los recién nombrados marido y mujer y agradecer por invitarnos a tan maravilloso evento.
Matrimonio. Gran parte de la sociedad tiene la idea de que el matrimonio es parte del proceso natural de crecimiento en el ser humano. ¡Pobrecitos de los “quedados”! – dicen los más. Todavía hay quienes se extrañan ante la afirmación de que el matrimonio es una mera formalidad carente de valor por sí mismo. Lo que le otorga su importancia es el compromiso y amor que supuestamente lo inspira, pero la tasa de divorcio y la abrumadora frecuencia con que la infidelidad se presenta en los matrimonios (la etimología misma nos indica esto: matri – madre, monio – uno; en el matrimonio hay una sola madre de la descendencia, pero amantes…) nos muestra que la premisa es errónea (al menos en la mayoría de los casos): compromiso y amor no es la causa del matrimonio, sino un anexo que, en afortunadas ocasiones va incluido. Puede ser un error de juventud, un acto de desesperación, un contrato por intereses materiales o de otro tipo, pero escaso es el matrimonio fruto del verdadero amor… Y después viene lo absurdo de la institución ante la cual creas el matrimonio: el Estado, en el caso de una boda civil o la Iglesia si la boda es religiosa. Ambas instituciones son una carcasa corrupta ante las cuales hacer un juramento solemne es, cuando menos, ridículo. Si alguien es lo suficientemente afortunado como para encontrar a alguien a quien amar y ser correspondido, lo único que el sentido común nos dicta hacer es: amar. Cualquier otra cosa no es más que un artificio monstruoso creado por la decadente sociedad…
Etiquetas:
Matrimonio,
Prácticas sociales
Sobre el nombre del Blog…
Más de una vez me han dicho que suelo ser muy irónico. O que mis comentarios son muy sarcásticos. Yo, sin embargo, me considero ante todo un cínico. La ironía y el sarcasmo se dan por natural añadidura…
Pero, ¿qué es la ironía? Es una burla fina y disimulada; es decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender pero, de alguna manera (tono, gesto o antecedente) insinuar la verdadera intensión. En este sentido, la ironía es requisito indispensable como herramienta analítica. La realidad decadente en que nos encontramos, el mundo contradictorio que nos abruma o nos moldea, nos invita constantemente (si no es que en todo momento) a burlarnos de ella. Pero para evitar atentar contra las susceptibilidades de algunos o para no picarle la cresta a las inseguridades de muchos, mejor ser disimulados y precavidos.
Un maestro en este arte fue Sócrates, el famoso filósofo griego, a quien se le considera creador de la ironía socrática. Más que un método, era el modo en que procedía en cada una de sus charlas callejeras, a partir de las cuales podemos extraer toda su filosofía. Ridiculizaba a su interlocutor llevando sus argumentos al absurdo. Desafortunadamente, tal costumbre le acabó costando la vida… Gajes del oficio, supongo.
Por otra parte tenemos el sarcasmo, que va más allá de la burla y se convierte en insulto que humilla y ofende. Digamos que es una ironía a la n potencia. Y dado que el adefesio de mundo que hemos creado, en muchas ocasiones (demasiadas…) va más allá de contradictorio y se convierte en opresivo y alienante, la ironía no es suficiente y debemos recurrir al sarcasmo. Mientras que ironía viene del griego εἰρωνείa, que significa metáfora, sarcasmo proviene también del griego σαρκασµος, y significa carne rasgada. La etimología nos indica la enorme diferencia entre las dos ideas. Con la ironía buscamos una forma disimulada de decir verdades, deslizamos significados ocultos bajo el tenue manto de lo políticamente correcto. Con el sarcasmo se busca la ofensa, lo más directa posible sin caer en el descaro y la desfachatez…
Lo que me lleva al cinismo. Hoy en día llamamos cínico a aquel que hace alarde de no creer en la rectitud ni en la sinceridad, pues son más producto de la hipocresía que de valores fuertemente cimentados y racionalizados. Cínico es aquel que muestra desvergüenza o descaro en el mentir o en la defensa y práctica de actitudes reprochables. Inmerso en un mundo de antivalores y escasez de raciocinio, el cínico denuncia esto sin disimulo ni vergüenza; la ironía y el sarcasmo son sólo herramientas útiles que el cínico se apropia.
Históricamente, el cinismo fue una corriente filosófica que nació durante el Helenismo y postula que el único fin del hombre es la felicidad y ésta consiste en la virtud. Fuera de ella no existen bienes, de ahí su desprecio por comodidades, bienestares efímeros, placeres, y la ostentación del más radical desprecio por las convenciones humanas. Al ser tan críticos de las superficiales costumbres de la sociedad, se les empezó a llamar los perros (del griego κυων, kyon, perro), sobrenombre que adoptaron gustosos.
Aunque no considero rescatable el ideario cínico en general, concibo su concepción del hombre y de la sociedad como aplicable a nuestra realidad del siglo XXI (24 siglos después del cinismo). El ser humano es deplorable y misérrimo (ya sea por naturaleza o por coacción) y aunque siempre es válido el crear proyecciones utopistas, éstas son banas si el idealismo nos ofusca de forma que ignoramos la realidad misma. Antes de plantearnos cómo debería ser el hombre y cómo debería ser el mundo, debemos enfrentar aquello que es el hombre y esa pocilga que llamamos mundo…
Pero, ¿qué es la ironía? Es una burla fina y disimulada; es decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender pero, de alguna manera (tono, gesto o antecedente) insinuar la verdadera intensión. En este sentido, la ironía es requisito indispensable como herramienta analítica. La realidad decadente en que nos encontramos, el mundo contradictorio que nos abruma o nos moldea, nos invita constantemente (si no es que en todo momento) a burlarnos de ella. Pero para evitar atentar contra las susceptibilidades de algunos o para no picarle la cresta a las inseguridades de muchos, mejor ser disimulados y precavidos.
Un maestro en este arte fue Sócrates, el famoso filósofo griego, a quien se le considera creador de la ironía socrática. Más que un método, era el modo en que procedía en cada una de sus charlas callejeras, a partir de las cuales podemos extraer toda su filosofía. Ridiculizaba a su interlocutor llevando sus argumentos al absurdo. Desafortunadamente, tal costumbre le acabó costando la vida… Gajes del oficio, supongo.
Por otra parte tenemos el sarcasmo, que va más allá de la burla y se convierte en insulto que humilla y ofende. Digamos que es una ironía a la n potencia. Y dado que el adefesio de mundo que hemos creado, en muchas ocasiones (demasiadas…) va más allá de contradictorio y se convierte en opresivo y alienante, la ironía no es suficiente y debemos recurrir al sarcasmo. Mientras que ironía viene del griego εἰρωνείa, que significa metáfora, sarcasmo proviene también del griego σαρκασµος, y significa carne rasgada. La etimología nos indica la enorme diferencia entre las dos ideas. Con la ironía buscamos una forma disimulada de decir verdades, deslizamos significados ocultos bajo el tenue manto de lo políticamente correcto. Con el sarcasmo se busca la ofensa, lo más directa posible sin caer en el descaro y la desfachatez…
Lo que me lleva al cinismo. Hoy en día llamamos cínico a aquel que hace alarde de no creer en la rectitud ni en la sinceridad, pues son más producto de la hipocresía que de valores fuertemente cimentados y racionalizados. Cínico es aquel que muestra desvergüenza o descaro en el mentir o en la defensa y práctica de actitudes reprochables. Inmerso en un mundo de antivalores y escasez de raciocinio, el cínico denuncia esto sin disimulo ni vergüenza; la ironía y el sarcasmo son sólo herramientas útiles que el cínico se apropia.
Históricamente, el cinismo fue una corriente filosófica que nació durante el Helenismo y postula que el único fin del hombre es la felicidad y ésta consiste en la virtud. Fuera de ella no existen bienes, de ahí su desprecio por comodidades, bienestares efímeros, placeres, y la ostentación del más radical desprecio por las convenciones humanas. Al ser tan críticos de las superficiales costumbres de la sociedad, se les empezó a llamar los perros (del griego κυων, kyon, perro), sobrenombre que adoptaron gustosos.
Aunque no considero rescatable el ideario cínico en general, concibo su concepción del hombre y de la sociedad como aplicable a nuestra realidad del siglo XXI (24 siglos después del cinismo). El ser humano es deplorable y misérrimo (ya sea por naturaleza o por coacción) y aunque siempre es válido el crear proyecciones utopistas, éstas son banas si el idealismo nos ofusca de forma que ignoramos la realidad misma. Antes de plantearnos cómo debería ser el hombre y cómo debería ser el mundo, debemos enfrentar aquello que es el hombre y esa pocilga que llamamos mundo…
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