jueves, 23 de abril de 2015

Después de Tlatlaya, Ayotzinapa y Apatzingán



El grado de deterioro de las condiciones de vida en México, y todo lo que esto implica, evidencia la insuficiencia de cualquier vía que no sea la armada como respuesta a dichas condiciones.

¿En qué consiste el deterioro de las condiciones del país?
Recientemente (en menos de un año), México se ha visto sacudido por eventos violentos ocasionados por diversas autoridades. Ejemplos paradigmáticos de esto han sido lo sucedido en Tlatlaya el 30 de junio de 2014, en Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014, y Apatzingán el 6 de enero de 2015. En el primer caso, un grupo de militares del 102º batallón de infantería ejecutó a varias personas que ya habían sido sometidas. En Ayotzinapa, elementos de la policía municipal de Iguala junto con miembros de una organización criminal vinculada al ex alcalde de dicho municipio y a su esposa, atacaron a estudiantes normalistas; el saldo: 6 muertos, 5 heridos y 43 desaparecidos. En Apatzingán, elementos de la policía federal dispararon contra miembros desarmados de la fuerza rural G-250 y contra civiles; el saldo (oficial), 16 muertos.

A la par de estos tres casos paradigmáticos, existen condiciones sociales, económicas y políticas de franco deterioro. En el ámbito político, aunque se celebra con bombo y platillo la democracia como modelo que en sí mismo garantiza bienestar, nos es evidente a los ciudadanos medianamente conscientes, que se trata de un negocio de la clase política en donde se busca repartir los ingresos que se obtienen como funcionarios y los jugosos contratos que de dichos puestos devienen. No hay diferencia significativa entre los partidos políticos, no hay un organismo imparcial que regule la actividad “democrática” (nos es ya evidente que después de las elecciones del 2006 y del 2012, el INE, antes IFE, está al servicio de la misma clase política), no hay cuadros políticos con autoridad moral, no hay transparencia de ningún tipo en el quehacer político, no hay representación del pueblo ni en los poderes legislativos de los diferentes niveles ni en los ejecutivos, y mucho menos en el judicial, ajeno en todo sentido a la voz del ciudadano (a menos que tenga categoría privilegiada, entiéndase, poder económico). El voto, punto de partida de toda democracia si damos por hecho el contrato social, es decir el acuerdo común de ser gobernados representativamente, es una figura inerte: el voto carece de referente semántico. No sólo porque las promesas de campaña nunca pasan de ese nivel, es decir, nunca se convierten en hechos de gobierno, sino porque al carecer de un instituto electoral auténtico, imparcial y que ofrezca garantías, los votos ya no son los que eligen a los “representantes” que formarán gobierno. El voto y las elecciones son una simulación, un trámite necesario para mantener la ilusión de la democracia.

En el ámbito económico también se celebra a una panacea; en este caso es el neoliberalismo. Se nos dice que el camino a la modernidad, al desarrollo, tiene una conexión necesaria con este modelo económico. Desde que el neoliberalismo nos fue impuesto en la década de los 80, hemos vivido severas crisis económicas, significativa reducción en el poder adquisitivo de la inmensa mayoría de los mexicanos, crecimiento económico nulo en términos macroeconómicos, devaluación en porcentajes estratosféricos, pérdida de patrimonio nacional sin que esto haya redituado en beneficios para el pueblo, y la polarización de la distribución de la riqueza en el país. Mientras que algunos cuantos empresarios han logrado acaparar mercados a través de favores del gobierno, millones malviven en pobreza extrema; mientras que algunas ciudades ofrecen niveles de vida elevados o, al menos, promedio, y aseguran acceso cuasi universal a servicios básicos, gran parte del territorio nacional vive en retroceso, sin acceso a servicios básicos, sin educación, sin infraestructura que permita un crecimiento sustentable. La supuesta eficiencia de una economía descentralizada no ha llegado porque la lógica capitalista, sin importar si es el sector privado o el público el que lleve la batuta, no tiene como meta el bienestar ni el desarrollo en sí mismos, sino la ganancia pura, pragmática, amoral, avasalladora.

Si en este contexto económico – político quisiéramos plantear formas de regeneración de cada uno de estos dos ámbitos, es evidente que la labor sería enorme; no porque haya necesidad de descubrir fórmulas mágicas para revertir los actuales retrocesos, sino porque su aplicación en la realidad no parece algo viable. Aquellos que detentan el poder económico y aquellos que detentan el poder político ni tienen necesidad, ni mucho menos deseo, de renunciar a dicho poder. Así, como dos ámbitos aislados, se nos ofrece un panorama oscuro y difícil de enmendar. Lo alarmante es que existe un contubernio entre la clase política y la elite económica, de modo que se protegen entre sí, ofrecen discursos compartidos que ocultan y deforman la realidad, defienden una misma ideología en beneficio de la minoría que representan.

Ante todo esto, la realidad social también se viene deteriorando. Problemas como el desempleo, la pobreza, la falta de acceso a educación, la falta de acceso a servicios de salud, o la inmigración, afectan a ciertos sectores. El materialismo, el hedonismo, el consumismo, la superficialidad, o la apatía, van moldeando una sociedad con cada vez menos posibilidades de modificar su propio destino. De oponerse a los poderes fácticos y generar un nuevo proyecto con bienestar y equidad como objetivos. De transformar su realidad, en lugar de sólo estarla reproduciendo indefinidamente.

¿Qué implica dicho deterioro?
Los elementos básicos del deterioro en México son, a modo de recapitulación, una democracia ficticia con una clase política parásita y ajena al pueblo; un sistema económico generador de pobreza y desigualdad, con una elite económica que vive el más crudo capitalismo darwinista. Un amasiato entre la clase política y la elite económica que busca mantener el sistema actual a toda costa. Todos estos elementos en su conjunto tienen implicaciones que van más allá del deterioro mismo. 

1. Primeramente, el discurso ideológico que defiende y promueve la clase política y la elite económica, está diseñado para que nada cambie, al menos nada que afecte sus intereses. “Vayan y voten, no importa por quién, pero ejerzan su derecho”: palabras para sostener la ilusión de una democracia, a pesar de que el voto, al no ser respetado, no mantiene ninguna relación con la “representatividad” en que vivimos. “Las reformas estructurales generarán crecimiento y robustecerán la institucionalidad del país”: palabras para mantener al pueblo a la expectativa, esperando que su realidad cambie en lugar de que ellos mismos sean generadores de su cambio. “Los casos aislados de abuso de autoridad serán investigados” o “la delincuencia organizada será combatida con todo el peso de la ley”: palabras que invitan a creer (y esperar mientras que las autoridades cumplen con sus funciones) en la honestidad de las instituciones gubernamentales, extendiendo el paternalismo dependiente que se generó tras la llamada revolución de 1910. Todos estos discursos huecos invitan a la inacción, a contemplar cómo los actores reales moldean la realidad, ocultan el hecho radicalmente simple de que uno mismo es un actor que debería llevar a cabo en la praxis la transformación de la realidad. Esto significa que el discurso ideológico: a) nos reduce a espectadores de la realidad, b) nos despoja de una ciudadanía realmente activa, y c) nos ofrece espacios de acción ficticios como si fueran reales y desde los cuales se puede generar cambios en la praxis.

2. Los elementos mencionados muestran la renuencia a ceder el poder. Este sistema someramente descrito también implica que aquellos que se benefician del mismo no tienen intención de cambiarlo. El conjunto de características que hemos señalado está diseñado para que el proceso de explotación, de polarización creciente y continua, siga el mismo rumbo. Se ha generado una superestructura que asegura la continuidad del deterioro porque, precisamente, hay un sector pequeño que se beneficia del mismo y, por ende, hay un empecinamiento por no renunciar a dichos beneficios. El crear  y optimizar esa superestructura sólo se explica a través de la voluntad de mantener el actual orden de cosas. Esto nos lleva a pensar que el esperar un cambio de conciencia de parte de las elites económicas y de la clase política, de modo que ellos mismos se den cuenta que un sistema tal tiene sus límites, que habrá un punto en que ya no haya nadie a quién explotar, ningún recurso qué drenar; un cambio de conciencia tal, es una imposibilidad. Tanto el discurso ideológico como la esencia de la superestructura que han creado, contienen en sí mismos una lógica de perpetuación de lo existente. Un discurso que busca convencer de que la inacción, el esperar a que “las cosas sucedan” generará soluciones, lleva en sí mismo el objetivo de evitar todo cambio, al menos en el sentido de transformación. La superestructura genera cambio, pero sólo en el sentido de reproducción… De ahí la insistencia en que el ciudadano responsable es aquel que ejerce su derecho a votar. Podemos generar cambio de gobierno, cambio de partido político en el poder, pero si consideramos a la clase política como un todo en términos ideológicos, sólo estamos reproduciendo el mismo sistema una y otra vez, elección tras elección, sexenio tras sexenio.

3. Los elementos mencionados muestran a qué grado pueden llegar la clase política y la élite económica para asegurar el mantenimiento del sistema actual, la perpetuación de lo existente. Hay una irracionalidad evidente en el sistema de explotación en que vivimos: el sistema mismo, al existir en un espacio concreto y de recursos limitados, es finito y, por ende, no puede extenderse ad infinitum, es decir, perpetuarse. Es irracional también en el sentido de que violenta cualquier principio ético que se quiera emplear; tanto la clase política como las élites económicas recurren a un discurso moral exclusivamente cuando son ellos los que ven peligrar alguno de sus beneficios y, en cambio, apelan a la amoralidad “propia” de la política y de la economía (lo que sea que ellos creen que esto signifique) cuando son ellos los que atentan contra los oprimidos. Son, sin embargo, los tres ejemplos paradigmáticos, Tlatlaya, Ayotzinapa y Apatzingán, los que nos muestran a qué grado de inhumanidad pueden llegar tanto la clase política como las élites económicas. Estos últimos, al tener recursos económicos considerables, podrían forzar un cambio transformador en los gobiernos implicados, podrían ejercer una presión real hacia el gobierno en sus tres niveles. Dado que hay un contubernio con el mismo, no tienen intención alguna de exigir un cambio, a fin de cuentas, las víctimas de estos crímenes de estado son “plebe” ajena a su realidad; muy diferente, en cambio, cuando un miembro de su selecto grupo es víctima de secuestro o encarcelado “injustamente”… Ahí sí harán efectivo su poder influyendo en la clase política. Por su parte, la clase política encubrirá al ejército en su ilegalidad, en sus ejecuciones extrajudiciales; tolerará nexos entre funcionarios y el crimen organizado (es sabido que Murillo Karam conocía los nexos de los Abarca con Guerreros Unidos mucho antes de los hechos trágicos de Ayotzinapa); encubrirá a funcionarios que mienten en sus declaraciones públicas; dejará impunes a mandos policiales y funcionarios públicos que ordenan matanzas y ejecuciones contra civiles desarmados…

¿Cuáles son las vías no armadas?
Ante tales abusos y vejaciones; ante tal indiferencia hacia las necesidades y demandas de un pueblo; ante tal violencia sistemática, ¿qué medidas puede tomar el oprimido? Existe toda una tradición que deviene del pensamiento moderno ilustrado y defiende la racionalidad dialógica como vía idónea para solventar diferencias. Esta perspectiva cancela, naturalmente, cualquier uso de violencia por definirla como irracional en sí misma. ¿Qué opciones deja ante la inviabilidad de la violencia irracional? Desde redes sociales como medio para expresar inconformidad hasta marchas del silencio; desde el voto de castigo hasta manifestaciones pacíficas; desde mantenerse informado hasta generar espacios públicos de debate; desde la apertura de los medios de información hasta la denuncia de abusos y atropellos por parte de las autoridades. Todas estas opciones, sin embargo, presentan dos problemas de fondo: 1) asumir la racionalidad dialógica en el otro, y 2) ignorar que todas las opciones mencionadas existen al interior de la superestructura del sistema actual. Esto significa que, por definición, tales vías son insuficientes. Veamos por qué.

¿Por qué son insuficientes?
Todo diálogo parte del supuesto de la multiplicidad de sujetos dialogantes. Eso es obvio. A primera vista parece que esa condición sí se cumple cuando los oprimidos, el pueblo, hace demandas (más que justificadas) a las “autoridades del sistema”. Nosotros, pueblo, les demandamos a ellos, autoridades, tales o cuales acciones que mejoren nuestras condiciones reales de vida. El sujeto A exige x al sujeto B. El problema es que esto, en sí, no es aún un diálogo: de serlo, implicaría que el sujeto B, a) escucha al sujeto A, b) razona el mensaje transmitido por el sujeto A, y c) genera una respuesta a partir del mensaje emitido por el sujeto A. Dado que el inciso a no sucede, tampoco pueden suceder los incisos b y c. Cuando el pueblo clama, digamos, por justicia, las autoridades responden en automático: “las instancias correspondientes ya están tomando cartas en el asunto”, “ya se ha abierto una investigación”, “las víctimas eran delincuentes”, etc. Es decir, no se escucha al dialogante, no se razona el mensaje porque tal mensaje es ignorado y, por lo tanto, la respuesta no es en función del mensaje sino según los intereses de las autoridades. Esto significa que, dadas las condiciones actuales, el buscar un diálogo nos dejaría siempre en un monólogo.

Por otro lado, tal postura antidialógica por parte de las “autoridades” confirma su irracionalidad. Ya se ha mencionado en qué sentido la búsqueda de perpetuación de lo existente es irracional, pero a esto le añadimos la incapacidad absoluta al diálogo, cuya etimología nos remite a la idea de discurso racional, al uso del logos. Así, la incapacidad dialógica significa irracionalidad. Con esto, el primer motivo para descartar las vías de acción ya mencionadas, se resume así: no podemos pretender entablar un diálogo racional con seres irracionales, es una imposibilidad lógica.

La segunda complicación de las vías de acción descritas es que todas ellas en su conjunto, de manifestarse, lo harían al interior de la superestructura que las “autoridades” han construido. El que manifestemos nuestra inconformidad cobra sentido si hay una autoridad, una instancia que la escuche, pero tales autoridades viven en su soliloquio ideológico perene y tales instancias son, precisamente, las que a través de la institución en turno, generan nuestra inconformidad. Las marchas y las manifestaciones aspiran a generar presión, para forzar un cambio transformador. Si la superestructura está diseñada para cosificar al oprimido, ¿por qué las “autoridades” habrían de sentirse presionados por “cosas” (entiéndase, el pueblo cosificado)? Si las “autoridades” están dispuestas a asesinar a quienes alzan la voz, ¿por qué habrían de escuchar y atender a quienes alzan la voz pero en conjunto? Es decir, ¿cuántos ciudadanos se necesitan en una marcha, para que ésta modifique las acciones de un gobierno como el nuestro? ¿Cuántas marchas? ¿Cuántas pancartas o mantas? Los factores cuantitativos que yacen al fondo de las marchas y las manifestaciones, no pueden modificar el elemento cualitativo detrás del discurso ideológico y la superestructura de los opresores.

Si el voto se define al interior del sistema existente como un instrumento placebo, en el sentido de que su función es generar la ilusión de que se está contribuyendo a construir un cambio transformador cuando, en realidad, es meramente un cambio reproductor, carece de sentido el adjetivar al voto como “de castigo”. La clase política comparte suficientes características como para que podamos pensar que un cambio de siglas, de partido en el poder, realmente implica un castigo tal, que genera una modificación de esencia en el sistema.

Un pueblo informado me parece que es condición sine qua non para generar un cambio transformador. Pero, ¿qué hacer con tal conocimiento? Tener conciencia plena de la realidad en que se vive no es suficiente para modificar dicha realidad. Es preciso poseer mecanismos para que tal conciencia de la realidad pueda plasmarse en la praxis a través de acciones concretas, eficientes y diferenciadas a la inercia propia de la superestructura y sus discursos ideológicos. El problema es que tales mecanismos están monopolizados por los opresores, las “autoridades”. Por ello los espacios públicos de debate o los medios de comunicación alternos son cancelados y acallados una vez que se convierten en una amenaza real al sistema.

La democracia, naturalmente, va mucho más allá del voto y los procesos electorales. Se nos ofrece como una cultura de institucionalidad y transparencia en todos sus procesos. Como toda estructura de creación humana, es susceptible de deficiencias y espacios de mejora. Por esto, en caso de abusos e irregularidades, el ciudadano tiene a su disposición mecanismos para denunciarlos. Hasta aquí la descripción en abstracto, de la idealidad, de lo que debería ser. En la praxis, la impunidad y la ineficiencia de la institucionalidad caracterizan a la superestructura del sistema. Esto no parece ser el resultado de incapacidades o falta de medios para lograr una optimización, sino de decisiones deliberadas para asegurar el status quo.

¿Por qué y en qué sentido la vía armada aparece como “suficiente”?
Un contrapoder real y que genere un cambio transformador, parece que habría de recurrir a la fuerza. Hace poco más de cien años se ensayó esta vía y los resultados fueron doblemente calamitosos: miles de víctimas que murieron en el proceso y un grupúsculo de personas que monopolizó todo este proceso “revolucionario”. ¿Mejoró la realidad en que vivía el pueblo mexicano? Me aventuro a responder que sí lo hizo. ¿Tal mejora implicó equidad, justicia, libertad en su sentido más pleno? Me parece que no. ¿Solamente a través de un sacrificio igual (o muy probablemente mayor) podremos reivindicar nuestros derechos más elementales? ¿Solamente culminando aquel proceso histórico inconcluso podremos cancelar la perpetuación de lo existente? Si lo “insuficiente” abarca todas las vías para generar un cambio transformador, salvo una, es sencillo determinar qué es lo “suficiente”…

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